viernes, 20 de julio de 2012

De pedigüeños y otras razas similares


La verdad es que desde que he llegado a Asturias he visto a mucha gente pidiendo en la calle. Piden de muy diversas formas: hay quien toca algún instrumento, hay quien te deja una tarjetita con alguna historia triste sobre la mesa, hay quien te vende pulseras o te pide la voluntad y hay quien simplemente se sienta durante horas en el suelo con las manos extendidas.

Desde pequeña tengo la costumbre de imaginar las vidas de las personas a las que observo desde la distancia. Recuerdo hacerlo en el autobús de camino al colegio. Veía a mujeres cargando bolsas con la compra, a ejecutivos caminando apresurados, a colegiales, a madres….y siempre tenía unos segundos para imaginar de dónde vendrían, a dónde irían, y, sobre todo, qué sentirían.

En Tenerife no hay pedigüeños. Bueno, apenas unos pocos. Supongo que por ser zona turísitica los ayuntamientos les harán la vida imposible para que no estén a la vista de los turistas. La miseria no vende. 

Yo siempre he tenido demasiada sensibilidad hacia ciertas cosas, y esta es una de ellas, supongo que porque imaginarse la vida de uno de estos pobres hombres es de lo mas desagradable que puede hacerse. La tristeza que te inunda es épica, lo abarca todo, cada aspecto de sus vidas. La carencia llega a ser tal que incluso llega a faltarles el amor, la sonrisa, la calidez del contacto humano. Al fin y al cabo no podemos negar que ninguno queremos intimar con un pobre, es demasiado triste, demasiado duro y nos obliga a hacernos planteamientos para los que no estamos predispuestos.

Hay unos pobres borrachines enfrente del Mercadona al que suelo ir. Siempre están allí, sentados al sol. Unas veces son mas, otras menos, otras sólo uno. Cuando aparco allí mi moto se callan y me observan. En realidad no recuerdo como fue; quizás les dije algo, o sólo les sonreí. Ya que no pedían dinero pensé en ofrecerles algo que reclamaban a gritos: ser considerados personas. Como nadie les hablaba yo decidí hacerlo. Ahora siempre me saludan, me preguntan cómo estoy y me cuentan sus desgracias. Por el camino se han ido quedando algunos. Recuerdo un chico joven, extranjero, que pensaba que yo era de una secta porque veía la cruz de la Victoria asturiana en mi moto. Falleció hace poco. Fue otro de sus compañeros de tristezas quién le encontró, quien organizó el entierro y avisó a su familia. 

Sin embargo, a pesar de las miserias, sonun grupo de pobres alegres. Sólo a veces alguno tiene la mirada triste. Por el contrario, los de aquí, llevan encima la fría losa de la desesperanza. Esta mañana, cuando regresaba a casa de mi abuela cargada de bolsas con regalos, como una pretty woman cualquiera, observé a un africano sentado en la acera, sobre su propia maleta, con la mano extendida y la mirada perdida en algún infinito punto entre el suelo y sus recuerdos. Pensé: “no soporto esto”. Porque es verdad…en los pocos segundos que tardé en pasarle por delante pude ver una vida mejor en su país de origen, pude sentir sus pensamientos de frustración, de desamparo, sus miles de por qués y su falta de futuro conocido. Fueron unos segundos asquerosos.

Esta tarde me he ido a tomar unas sidras con mi madre y sus amigas. Hemos bebido, comido, reido…..Y a eso de las diez de la noche regresé a casa resguardándome con poca gana del orbayo, que empezó a caer ligero e implacable sobre nuestras cabezas. Por el camino volví a encontrarme en el mismo lugar con el mismo hombre joven, negro y triste, sentado sobre su maleta, doce horas mas tarde, en la semi oscuridad de la calle. Quise pasar de largo pero mis piernas fueron ralentizando su paso y mi mano abrió el bolso buscando una casa, una chimenea, un abrazo, un trabajo, un futuro para ese hombre. Saqué lo único que tenía suelto y maldiciendo entre dientes contra lo absurdo de la vida le solté 50 céntimos en la mano. Ni siquiera me vió acercarme, de absorto que estaba en ese opaco trance que causa la impotencia total. Cuando oyó el tintineo de la moneda alzó la vista, me miró a los ojos y me echó la mas sincera y amplia de las sonrisas que he visto en meses.

Fue como una puñalada. 

Ahí estaba yo, dándole las minucias que me sobraban y la Vida me recompensa ofreciéndome un tesoro sin precio.

Reanudé mi camino maldiciendo aún mas, si cabe. 

Mirar a los ojos de estas personas es como mirar el agua estancada. Casi nunca tienen expresión, se muestran fijos, tristes, mirando  sin ver a algún punto de su propia mente. Quisiera tener todo el oro del mundo para dárselo. Quisiera poder coger al africano de la mano y decirle: mira, aquí puedes ir a trabajar y aquí a pedir una casa, y que sepas que tienes un presente, y un futuro! Y que pase lo que pase aquí estaré yo para sostenerte. A él y al señor que sólo pide una ayuda, con su pelo cano y sus ojos caidos, y a la pareja mayor que toca la armónica, y a mis borrachines, a quienes daría la libertad de morir pegados a una botella de vino si es lo que quieren, pero calientes  y queridos.

Porque lo peor de todo no es que no tengan dinero. Lo peor es que no tienen siquiera nuestras miradas en sus ojos.



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