La verdad es que desde que he llegado a Asturias he visto a
mucha gente pidiendo en la calle. Piden de muy diversas formas: hay quien toca
algún instrumento, hay quien te deja una tarjetita con alguna historia triste
sobre la mesa, hay quien te vende pulseras o te pide la voluntad y hay quien
simplemente se sienta durante horas en el suelo con las manos extendidas.
Desde pequeña tengo la costumbre de imaginar las vidas de
las personas a las que observo desde la distancia. Recuerdo hacerlo en el
autobús de camino al colegio. Veía a mujeres cargando bolsas con la compra, a
ejecutivos caminando apresurados, a colegiales, a madres….y siempre tenía unos
segundos para imaginar de dónde vendrían, a dónde irían, y, sobre todo, qué
sentirían.
En Tenerife no hay pedigüeños. Bueno, apenas unos pocos.
Supongo que por ser zona turísitica los ayuntamientos les harán la vida
imposible para que no estén a la vista de los turistas. La miseria no vende.
Yo siempre he tenido demasiada sensibilidad hacia ciertas
cosas, y esta es una de ellas, supongo que porque imaginarse la vida de uno de
estos pobres hombres es de lo mas desagradable que puede hacerse. La tristeza
que te inunda es épica, lo abarca todo, cada aspecto de sus vidas. La carencia
llega a ser tal que incluso llega a faltarles el amor, la sonrisa, la calidez
del contacto humano. Al fin y al cabo no podemos negar que ninguno queremos
intimar con un pobre, es demasiado triste, demasiado duro y nos obliga a
hacernos planteamientos para los que no estamos predispuestos.
Hay unos pobres borrachines enfrente del Mercadona al que
suelo ir. Siempre están allí, sentados al sol. Unas veces son mas, otras menos,
otras sólo uno. Cuando aparco allí mi moto se callan y me observan. En realidad
no recuerdo como fue; quizás les dije algo, o sólo les sonreí. Ya que no pedían
dinero pensé en ofrecerles algo que reclamaban a gritos: ser considerados
personas. Como nadie les hablaba yo decidí hacerlo. Ahora siempre me saludan,
me preguntan cómo estoy y me cuentan sus desgracias. Por el camino se han ido
quedando algunos. Recuerdo un chico joven, extranjero, que pensaba que yo era
de una secta porque veía la cruz de la Victoria asturiana en mi moto. Falleció
hace poco. Fue otro de sus compañeros de tristezas quién le encontró, quien
organizó el entierro y avisó a su familia.
Sin embargo, a pesar de las miserias, sonun grupo de pobres
alegres. Sólo a veces alguno tiene la mirada triste. Por el contrario, los de
aquí, llevan encima la fría losa de la desesperanza. Esta mañana, cuando
regresaba a casa de mi abuela cargada de bolsas con regalos, como una pretty
woman cualquiera, observé a un africano sentado en la acera, sobre su propia
maleta, con la mano extendida y la mirada perdida en algún infinito punto entre
el suelo y sus recuerdos. Pensé: “no soporto esto”. Porque es verdad…en los
pocos segundos que tardé en pasarle por delante pude ver una vida mejor en su
país de origen, pude sentir sus pensamientos de frustración, de desamparo, sus
miles de por qués y su falta de futuro conocido. Fueron unos segundos
asquerosos.
Esta tarde me he ido a tomar unas sidras con mi madre y sus
amigas. Hemos bebido, comido, reido…..Y a eso de las diez de la noche regresé a
casa resguardándome con poca gana del orbayo, que empezó a caer ligero e
implacable sobre nuestras cabezas. Por el camino volví a encontrarme en el
mismo lugar con el mismo hombre joven, negro y triste, sentado sobre su maleta,
doce horas mas tarde, en la semi oscuridad de la calle. Quise pasar de largo
pero mis piernas fueron ralentizando su paso y mi mano abrió el bolso buscando
una casa, una chimenea, un abrazo, un trabajo, un futuro para ese hombre. Saqué
lo único que tenía suelto y maldiciendo entre dientes contra lo absurdo de la
vida le solté 50 céntimos en la mano. Ni siquiera me vió acercarme, de absorto
que estaba en ese opaco trance que causa la impotencia total. Cuando oyó el
tintineo de la moneda alzó la vista, me miró a los ojos y me echó la mas
sincera y amplia de las sonrisas que he visto en meses.
Fue como una puñalada.
Ahí estaba yo, dándole las minucias que me sobraban y la
Vida me recompensa ofreciéndome un tesoro sin precio.
Reanudé mi camino maldiciendo aún mas, si cabe.
Mirar a los ojos de estas personas es como mirar el agua
estancada. Casi nunca tienen expresión, se muestran fijos, tristes,
mirando sin ver a algún punto de su
propia mente. Quisiera tener todo el oro del mundo para dárselo. Quisiera poder
coger al africano de la mano y decirle: mira, aquí puedes ir a trabajar y aquí
a pedir una casa, y que sepas que tienes un presente, y un futuro! Y que pase
lo que pase aquí estaré yo para sostenerte. A él y al señor que sólo pide una
ayuda, con su pelo cano y sus ojos caidos, y a la pareja mayor que toca la
armónica, y a mis borrachines, a quienes daría la libertad de morir pegados a
una botella de vino si es lo que quieren, pero calientes y queridos.
Porque lo peor de todo no es que no tengan dinero. Lo peor
es que no tienen siquiera nuestras miradas en sus ojos.
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